Tomas tu café en el sitio que más te gusta, junto a la ventana que da a la calle. Pasan unos y otros y el cielo anuncia lluvia otra vez. Hojeas las páginas de una publicación local y te enteras de algunas novedades. Como te ocurre siempre, prolongarías ese rato, pero tienes algunos recados que hacer. Antes de salir preguntas por el baño y la camarera te indica con un gesto de cabeza la boca de unas escaleras que bajan a una profundidad insospechada. Avanzas en una penumbra que, a cada escalón, se parece más a la oscuridad. Tienes la sensación de estar hundiéndote en el corazón de la tierra. Por fin llegas a un pasillo estrecho que huele a ambientador. Empujas la puerta y oyes la palabra ocupado. Esperas largo rato y, por hacer algo, dibujas las líneas de los baldosines con la punta del paraguas. Detrás de la puerta suena el agua y el secador de manos. También te parece oír un murmullo de voces. Del servicio de caballeros sale un hombre maduro. Te mira a los ojos y esboza una sonrisa. Dirías que está a punto de saludarte. A ti, inconscientemente, ya te está asomando un hola a los labios. Como si le conocieras de algo. Pero ninguno de los dos dice nada. Se abre entonces la otra puerta y aparecen dos mujeres. Por su aspecto, parecen madre e hija. Te miran a los ojos y esbozan una sonrisa en la que se adivina una disculpa. Por un momento, te da la sensación de que te van a saludar y te das cuenta de que estás a punto de dar los buenos días. Finalmente, las tres bajáis la mirada y os dejáis hueco unas a otras para moveros por ese espacio reducido. No es fácil, pero evitáis rozaros. Las dos se pierden escaleras arriba, siguiendo las huellas del señor maduro. Tú cierras la puerta.
C.M.SB.
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