Voy a
contar tres historias ejemplares. La primera es la de Yolanda Sánchez, de 38
años, que en 2010 pidió un crédito de 4.000 euros a Unicaja. Yolanda trabajaba
y tenía nómina, pero para que se lo concedieran le tuvo que avalar su madre con
la pensión. La chica fue pagando hasta que perdió el empleo. Intentó que le
redujeran las cuotas y llegar a un acuerdo, pero no le dieron ninguna
facilidad. En agosto de 2012 le dijeron que, de no pagar, embargarían la
pensión y la casa de la madre. Desesperada, abrió un evento de Facebook
contando su caso y logró reunir el dinero. Hace cinco días se le notificó que
el crédito estaba saldado, pero que el procedimiento no se cerraba porque ahora
tiene que abonar 1.087 euros, que es la minuta del abogado de Unicaja. Yolanda,
que no tiene ingresos, ha vuelto a hundirse en una pesadilla sin salida.
El
segundo caso es el de R.M.S., de 60 años, productora de cine, que también
perdió el trabajo y después la casa y que vive desde 2009 con los 459 euros al
mes de la renta mínima de inserción. Pues bien, el banco que le embargó el piso
en su día, este mes también intentó embargarle la mísera renta de la que
malvive (al final logró cobrar, pero la lucha ha sido tremenda; y, si no digo
el nombre del banco, es porque todo lo hicieron por teléfono para no dejar
huellas, como los estafadores). Y, por último, otro caso alucinante pero al
parecer muy habitual: Cristina Fallarás, la conocida periodista y escritora,
que, tras perder el trabajo, fue desahuciada de su casa en 2012, recibió meses
después un requerimiento de la Hacienda municipal para que pagara la plusvalía
del piso que le habían quitado. En fin, se ve que no les basta con aterrorizar
a los ciudadanos por el impago de una deuda ni con echarles de sus casas y
romperles la vida para siempre. Además, les persiguen, les exprimen, les
atormentan. Pura saña.
Rosa Montero
El País, publicado hoy.