martes, 9 de agosto de 2016

Una sombra

La pareja paseaba a orillas del Sena, deteniéndose de vez en cuando a echar un vistazo a los libros expuestos en los bouquinistes. A pocos pasos, vieron a una anciana con la mano extendida, una mano temblorosa. Su rostro estaba oculto por un pañuelo, tan calado, que ni siquiera asomaba la punta de la nariz. Jamás habían visto una espalda tan encorvada.
La pareja se detuvo a corta distancia y ella, desoyendo a su acompañante que trataba de disuadirla, buscó una moneda. Luego, la soltó en el aire para que cayera sobre la mano abierta. En ese levísimo intervalo de tiempo, ella levantó la mirada y se encontró con los ojos de un vendedor que, mientras sonreía con burla, dibujaba con el dedo un no en el aire.
Ya era tarde. La vieja había atrapado la moneda. 
La pareja echó a andar. Él, malhumorado. Ella, pensativa. 
La mujer se detuvo y se giró. Quería ver a la anciana, verla con detalle. Allí seguía, en el mismo punto. Igual de agachada, igual de temblorosa. Pero las piernas eran recias y demasiado velludas. Eran, sin duda, unas piernas jóvenes. Observó la mano, una mano fuerte, sin manchas, una mano masculina. 
La pareja retomó su camino. Él le reprochaba su ingenuidad. Ella apenas le oía. Caminaba en silencio, sintiendo un escalofrío en la espalda. A cada paso, imaginaba la vida de ese hombre. Le imaginaba despertándose por la mañana en algún cuartucho. La ropa de mujer, arrugada y tirada de cualquier manera, le esperaría sobre una silla. Aquel hombre se arrancaría el sueño y se vestiría deprisa, poniendo mucho cuidado en ocultar su cara. Después, se lanzaría a la calle al encuentro de turistas. Una moneda por aquí, una moneda por allá. Pasarían las horas. La espalda le dolería al final de la jornada. 
La mujer sacudió la cabeza en un esfuerzo por olvidar esa sombra, habitante oscuro en la ciudad de la luz.

C.M.SB.


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