martes, 2 de julio de 2019

El único pasajero

El maestro decidió que el niño raro se sentaría a mi lado. Pronto nos hicimos amigos, aunque no sé si se puede llamar amistad al sentimiento que nos unía. Lo que sí puedo afirmar sin temor a equivocarme es que nos hicimos indispensables el uno para el otro. Me gustaban sus silencios prolongados y su extraña forma de mirar el mundo.
Durante las clases de la tarde, aquellas en las que nos costaba mantenernos despiertos, dibujaba a escondidas paisajes que me atraían poderosamente. Con trazos certeros, representaba valles enmarcados por montañas oscuras o cielos que anunciaban tormenta. Era habitual ver un carruaje, tirado por corceles negros, vacío de pasajeros y conductor, cruzar aquellos espacios desolados e infinitos. Debo confesar que aquella imagen me seducía más que cualquier otra. Cuando se lo dije, me miró con especial atención. Luego, tomó el lápiz y dibujó mi rostro al otro lado del cristal. Así, en pocos minutos, me convertí en el único pasajero. Después, con idéntica habilidad, se convirtió a sí mismo en el conductor del carruaje. 
Cuando me di cuenta de la fiereza con la que sus manos agarraban las riendas, ya era tarde. Me sujeté al asiento a la primera sacudida e intenté pensar que eran fantasía mía los relinchos de los caballos. 
El paisaje, contemplado tras la ventanilla, se volvió para siempre oscuro. Infinito. 
Entre el rugido de truenos, oía la voz del niño raro espoleando a los caballos. Sin descanso. Sin piedad.

C.M.SB.
¿?

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