La mujer encendió la lámpara para buscar su dedal en el costurero. La servilleta tenía difícil arreglo. Había agujeros por todas partes. Sin embargo, no tenía cosa mejor que hacer en aquella tarde de lluvia. Así que activó la radio para ocultar el silencio y se entretuvo en coser con absoluta parsimonia. Mientras lo hacía, la mujer tenía la extraña sensación de estar cerrando ojos. Sí, parecía absurdo, como todo en aquel día triste y gris.
Su marido llegó minutos más tarde. Sin una palabra, se sentó frente a ella, prendió su pipa y apagó la radio. Quería leer el periódico y, al parecer, no podía concentrarse con el ruido. Ella no dijo nada, no protestó. Tan solo pensó que, en ese instante, cientos de ojos habían cerrado sus párpados.
Poco a poco, fue terminando la tarea. No se podía hacer nada más. Había puesto gran cuidado en cada uno de los remiendos.
Su marido levantó la vista y le arrebató la servilleta. Tras inspeccionarla, la lanzó al otro extremo de la mesa, como quien lanza un objeto inservible a la basura. La mujer tuvo que incorporarse en la silla para recogerla e, inconscientemente, la sacudió en el aire para limpiarla de un polvo invisible.
El hombre murmuró algo entre dientes, dobló el periódico, apagó su tabaco y salió de la cocina arrastrando los pies. Su mujer observó la cazoleta de la pipa. La luz de otro ojo se había extinguido en aquella tarde de otoño. Suspiró y guardó el dedal en el fondo del costurero. Al hacerlo, tuvo la precaución de poner la abertura hacia abajo. Luego, apagó la lámpara y quedó sumida en la penumbra. Todos los ojos estaban cerrados. También los suyos. Hacía ya mucho tiempo.
C.M.SB.
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