El rostro del niño raro cambiaba a menudo y de forma inesperada. Ocurría sin previo aviso, sin señal alguna que pudiera prepararle para el sobresalto de encontrarse frente a esa cara nueva y siempre distinta. Jamás se repetían las líneas de la nariz y la boca, nunca eran iguales los trazos de las cejas ni las tonalidades de los ojos. Y lo mismo ocurría con la longitud de la barbilla y las orejas.
Tal era la fascinación por su propio rostro, que todos conspiraron para separarle de los espejos. Sin embargo, nadie pudo privarle de espiarse a sí mismo en cada charco o escaparate. Tampoco nadie fue capaz de quitarle la curiosidad de descubrir las infinitas caras que se escondían bajo su piel, la multitud de niños raros que habitaban en su interior.
C.M.SB.
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