Me gusta ese tren de mercancías que en las películas del Oeste se
detiene en una estación de madera, en medio de un paraje desolado. Por
un lado de la pantalla aparece un joven rudo, caminando con botas
embarradas. Nadie sabe de donde viene. Descorre la puerta de uno de los
vagones de ganado, echa dentro el fardo que lleva al hombro, se encarama
de una zancada y sin billete ni salvoconducto parte en el convoy hacia
un destino que desconoce. Ese mercancías está todavía dispuesto a cargar
hoy a cualquier joven capaz de meter el futuro en la mochila y de
tomar, sin preguntas, la vida como viene. Me gustaba aquel tren correo
cuyo silbido desgarrado y dolorido oía en las noches de verano desde la
cama, siendo adolescente. Su silbido era una llamada desde la lejanía,
que te invitaba a soñar con Roma, París, Ámsterdam, con cualquier ciudad
propicia para huir hacia la libertad. Aquel expreso de medianoche sigue
pasando junto a los muros de la cárcel que cada uno se ha fabricado y
permite a cualquier adolescente fugarse hacia un sueño. También me
gustaba ese mismo tren cuando cruzaba la oscuridad con las ventanillas
iluminadas. La lentitud de la máquina de vapor te permitía seguir con la
mirada desde el paso a nivel, a través del cristal, la silueta de una
mujer enigmática, que parecía la única pasajera de un tren deshabitado.
Ella volvía el rostro y también te miraba. Esa mujer es la pasión que
puede llegarle a cualquiera inesperadamente desde el fondo de la noche
con la única condición de desearla y merecerla. Me gustaba el Oriente Expres,
con coches camas que contenían historias románticas, lleno de espejos
velados con siluetas de ninfas, tocadores, el restaurante con tulipas y
la cubertería de plata, cuyos pasajeros opíparos y felices siempre
esperaban que durante el trayecto se cometiera un crimen de sangre
mientras tomaban el té con pastelillos bajo valses de Viena. Pero el Oriente Expres es hoy el tren llamado La Bestia,
que transporta carne humana hacinada desde el pozo de la miseria, a
través de México, desde Veracruz a Ciudad Juárez cuyos pasajeros son
asaltados, extorsionados, violados y solo esperan llegar a cualquier
frontera sin ser baleados. Cada uno de aquellos trenes es hoy una
metáfora de salvación ante el horizonte cerrado.
Manuel Vicent
El País, 29 de septiembre de 2013
He leído hoy esta columna en el periódico y me ha gustado mucho. Me encanta Manuel Vicent.
ResponderEliminarBesos
Manuel Vicent es hombre de pluma fácil, descrptiva ... solo que termina en el horizonte cerrado ... era más bonita la fotografía del horizonte que une , la ventana sin ventana.
ResponderEliminarVicent: Un maestro de la decripción.
A mí también me gusta mucho. Escribe muy bien y, en mi opinión, siempre da en el clavo. No me pierdo nunca su columna. Gracias por vuestros comentarios.
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