Los más
jóvenes jugábamos a mezclar nuestros dedos en la fuente de la plaza. Por aquel
entonces decían las abuelas que un pez dorado habitaba esas aguas y que solo se
dejaba ver cuando se entrelazaban las manos de los que estaban destinados a
quererse para siempre. Todavía hoy puedo oír nuestras risas y la letanía del
caño. Y veo la mirada de Manuel hundida en la mía, mientras sus manos,
demasiado rudas y torpes, perseguían a las mías. Sí, todavía hoy, cuando apenas
me quedan recuerdos y el sabor de la soledad es más amargo que nunca, se
me aparece el pececito dorado que asomaba a sus pupilas en el preciso instante
en que sus dedos intentaban desesperadamente retener a los míos.
C.M.SB.
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