domingo, 3 de abril de 2016

Plantas de interior

El otro día me vi obligada a hacer un documento oficial. Sabía de antemano que la carrera de obstáculos estaba servida. Y no me equivoqué. 
De camino me encontré con un conocido que me recomendó dirigirme al punto A, asegurándome de paso que el trámite sería rápido. Decidida, puse rumbo a la ventanilla correspondiente. Aguardé mi turno y durante la espera observé la cara del funcionario. Su rostro era bondadoso y sus ademanes, cargados de eficacia. Con el corazón rebosante de esperanza,  observé las plantas de interior. Tenían un color estupendo y se ramificaban por encima de los ficheros, como si los papeles allí guardados fueran su verdadero alimento (y debe de ser así a juzgar por el brillo de sus hojas). Cuando me llegó el momento, el hombre desapareció y fue sustituido por una mujer de gesto adusto. Ahí empecé a temblar. Le expliqué con toda la humildad que pude reunir cuál era la gestión que debía realizar. Me miró unos segundos por encima de sus lentes y, con voz firme, me dijo que le pedía un imposible, que debía dirigirme al punto B. Algo menos decidida, me lancé a la siguiente ventanilla. Con mucha amabilidad, la funcionaria me indicó que allí tampoco podía hacer el trámite, que tenía que ir al punto C, situado en la calle tal. Me subí al coche y fui hablando sola durante todo el trayecto. El monólogo era interno y en él se repetía una y otra vez la maldita palabra: burocracia. 
Por fin aparqué y me fui derecha al punto C. La oficina estaba repleta de gente y en el aire flotaba el tufillo de la resignación y del aburrimiento. Justo delante de mí una inmigrante intentaba renovar un permiso. Al hablar, se inclinaba sobre la mesa, como si intentase salvar las distancias del idioma. El funcionario trataba de explicarle que la renovación no era posible puesto que el papel en cuestión no tenía caducidad. "¿Caducidad?" repetía ella. "¿Qué es caducidad?" El hombre alzó los ojos hacia el techo y sonrió. "Que es para siempre". La mujer respiró aliviada y, antes de retirarse le dio las gracias por quinta vez. Llegó mi turno, expliqué nuevamente el motivo que me llevaba allí y él me contestó que estaba en el lugar adecuado. Poco me faltó para besarle. Le entregué la fotocopia y (¡horror!) chascó la lengua. Había un problema. La fotocopia no estaba bien hecha. Había que hacerla así y asá, pero no debía preocuparme. Justo enfrente hallaría una copistería. Resoplé y volé hasta la otra acera. Intenté desahogarme con la empleada, pero me contempló con esos ojos que tienen los que viven de hacer copias de documentos oficiales, con esos ojos de estar de vuelta de todo. Hundida ante su silencio, resoplé de nuevo y emprendí la carrera hacia la ventanilla del punto C. Delante de mí, un inmigrante (que intentaba también salvar las distancias del idioma) se hacía repetir la misma información una y otra vez. El funcionario, poco dispuesto a entender su inseguridad, comenzó a alzar la voz. "¿Cuántas veces tengo que decirte lo mismo?", gritó sin gritar. Y yo me sentí mal. Por el inmigrante. Y por el funcionario. Y por mí, que había perdido todo rastro de esperanza. Sin embargo, minutos más tarde y tras echar un último vistazo a las inevitables plantas de interior, salí triunfante a la calle, llené los pulmones de oxígeno y me deleité con la visión del sello oficial que lucía mi documento (algo arrugado ya).

C.M.SB.

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