jueves, 16 de junio de 2022

Abanicos

El niño raro se sentó en el último banco, detrás de un nutrido grupo de mujeres cuyos abanicos se movían rítmicamente al compás de las palabras del orador. El ambiente, sofocante y pesado, invitaba a adormecerse, a permanecer inmóvil en el umbral del sueño. El hombre que hablaba desde el púlpito también parecía más dormido que despierto y sus palabras sonaban a letanía repetida y monótona. El niño, absorto en su propio pensamiento, paseó la mirada por las pinturas del techo y las paredes, por los ojos estáticos de los santos, por los pétalos de las flores sumergidas en los jarrones de los altares. Luego, volvieron a posarse en las alas de aquellos abanicos de colores. Cerró los párpados y se dejó llevar por el leve susurro de las varillas fabricadas con caña o bambú. Imaginó un lago tranquilo, sus aguas transparentes y quietas, el espejo de un cielo surcado por pájaros de plumaje exótico. Oyó su aleteo, el leve y rítmico susurro de su vuelo. El aire, de pronto, era limpio y fresco. Las palabras habían sido silenciadas por el murmullo de las hojas movidas por la brisa. El niño abrió entonces los ojos y, como todos, como las mujeres atónitas, como el orador mudo, los dirigió hacia el techo de la capilla. Los abanicos, liberados de la sujeción de las manos, volaban muy alto, hacia las ventanas abiertas, hacia un cielo claro,  con el único anhelo de unirse al viaje de los pájaros.

C.M.SB.

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