Como tantas mañanas, el hombre se sentó sobre la roca y
contempló la tierra seca. Cuando sus ojos adquirieron el color del paisaje,
cerró los párpados y se vio a sí mismo sobre esa misma piedra, mucho tiempo atrás,
cuando las aguas nutrían con abundancia su caña de pescar y regaban
generosamente los campos. Por mucho que se esforzara, no conseguía recordar en
qué momento había ofendido al lago. Y, sin embargo, solo un terrible agravio
podía haber provocado que el agua se apartara de él hasta desaparecer de su
horizonte.
El hombre abrió los ojos y echó a andar. El camino era largo.
Ahora las aguas ya no buscaban sus pies. Eran ellos los que debían ir a su
encuentro.
La cabaña quedó atrás y el hombre se adentró en las tierras
quemadas por el sol. Avanzaba despacio pues cada pocos pasos se detenía a
escuchar las voces que le acompañaban en las últimas semanas. Las traía un
viento joven e inesperado, una brisa fresca procedente del otro lado del mundo.
Aquel hombre ya no estaba seguro de nada, pero habría podido jurar que aquellas
voces le prometían luchar para que un día el lago regresara a su hogar.
C.M.SB.
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