Cerró la puerta y las cortinas y, con el corazón palpitante, se escondió bajo la cama. Se agazapó y oyó su propia respiración: ahogada, jadeante. Dejó pasar unos minutos y, a su pesar, comprobó que el miedo seguía estando allí, justo a su lado, pegado también al suelo. Podía percibir su aliento entrecortado, su tensión.
Se arrastró hasta salir de su escondite, abrió la puerta y echó a correr hacia el exterior. A toda prisa, con la esperanza de que el miedo se perdiera en el laberinto de las calles.
C.M.SB.
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