Contemplo el mar con el asombro
de quien no lo ha visto nunca. Mis ojos,
hipnotizados por el ir y venir de las olas, no logran apartarse ni un segundo
de esas aguas de colores cambiantes. El azul, el gris, el verde, el blanco y
sus múltiples tonalidades se mezclan en una paleta que se pierde en el
horizonte infinito, inabarcable. El agua se riza, caracolea, se duerme y se
despierta y, siempre, una y otra vez, se acerca hasta la orilla para saludarme
y, un segundo después, se aleja y toma distancia.
De pronto aparece, allá a lo
lejos, un velero que se bambolea sobre la superficie con la lentitud de los
barcos que nunca tienen prisa. Mis pupilas siguen su avance y mi imaginación
construye al hombre que navega sobre la pequeña embarcación. Invento su rostro,
las tenues arrugas que el tiempo ha construido en su piel, la tez morena y
curtida por el sol, sus brazos fuertes, las profundas líneas de sus manos, el
cabello alborotado por el viento, su cuello ligeramente inclinado hacia atrás,
su mirada azul, teñida por las aguas del mar.
Imagino que ese hombre me
descubre y que agita su mano con la esperanza de que yo lo vea. Invento su
gesto con tal claridad que no puedo resistir la tentación de mandarle yo
también un saludo. Después, el velero desaparece de mi vista y el mar y yo
volvemos a quedarnos como al principio, a solas.
C.M.SB.
Fotografía: C.M.SB. |
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