viernes, 3 de marzo de 2017

Tierra roja

Pasas un par de días fuera y, cuando vuelves a tu ciudad, te reencuentras con ella, con esa vieja amiga de siempre. Sin embargo, en cierto modo, la sientes extraña, ajena. Ha bastado ese breve lapso de tiempo, dos días escasos,  para hacerte a un nuevo ambiente, a una nueva habitación, a un nuevo paisaje, a un nuevo ritmo. Vuelves a tu ciudad, a tu vida, a tu rutina, a esos hábitos que marca el día a día y cuesta recuperarlos, hacerlos tuyos otra vez. 
Deshaces la maleta y colocas las cosas en su sitio, llenas la lavadora, te duchas y, poco a poco, te vas desprendiendo de olores e impresiones que te han absorbido durante cuarenta y ocho horas. Paulatinamente te incorporas a la realidad, te acomodas en ese sillón que ya tiene tu forma y agarras la almohada antes de dormir con la seguridad que proporciona lo conocido. Y sí, se apodera de ti la sensación de bienestar y, sin quererlo, se te escapa un suspiro.
Amanece. Y sales a la calle a hacer todo lo que la jornada te presenta y, antes de subir al coche, te fijas en las ruedas. En ellas, pegada, incrustada, hay tierra, esa tierra arcillosa que has recorrido a lo largo de dos días. Y, de repente, todo vuelve a ti: ese paisaje en el que se mezclaban el rojo, el verde y una gama infinita de marrones; esos árboles aislados y sus ramas abiertas hacia el cielo; esos pueblos de casas blancas; esas llanuras inmensas salpicadas de almendros en flor; esas carreteras sin curvas; esos tractores trabajando el campo; toda esa historia escrita en las piedras...
Arrancas y, mientras circulas por las calles de tu ciudad, la tierra roja va dejando una huella invisible sobre el asfalto.

C.M.SB.

Fotografía: C.M.SB.

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