domingo, 6 de septiembre de 2015

Lo suscribo

Escribo este artículo (que tardará dos semanas en llegar a tus manos) con el corazón tiritando: acabo de leer que quien ató a un perro en Carrión, le roció con un líquido inflamable y le quemó vivo es un menor. El perro tardó días en morir. La autopsia demostró antiguas lesiones por torturas. El menor ha sido detenido, pero me temo que habrá pocas consecuencias. Al margen de la psicopatía concreta que pueda existir en este caso, lo que más me acongoja es la certidumbre de que estas atrocidades se potencian cuando la sociedad hace alarde de crueldad contra los animales y cuando educa a los niños en la celebración de esa barbarie. Y somos unos malditos inconscientes al comportarnos así, porque numerosos estudios demuestran que hay una relación directa entre la violencia contra los animales y la violencia contra las personas. Lo cual por otra parte es lógico; torturar a un ser vivo exige desarrollar tal falta de compasión que sin duda tiene que tener consecuencias peligrosas para la sociedad.
La ignorancia, la costumbre y los prejuicios pueden cerrarnos las entendederas. Soy hija de torero y, aunque siempre con cierta desazón por la crudeza de la lidia, fui una buena aficionada hasta que crecí por encima de mi entumecimiento cultural. Y en eso consiste precisamente civilizarse. En intentar ser mejores de lo que somos. Más empáticos, menos feroces. De hecho, en España hemos ido progresando por ese camino. Lo terrible de la fiesta de los toros es que hace de la carnicería un espectáculo; esto es, proporciona un modelo de relación con los animales y es un perfecto indicativo del nivel general de aceptación de la violencia en nuestra sociedad. Durante muchos años, los caballos de los picadores salieron sin peto. Los toros evisceraban cada tarde a media docena de animales; los pobres jacos caminaban pisándose las tripas, decía Valle-Inclán. Les metían los intestinos a puñados, los cosían en vivo y los volvían a sacar. Ese horror terminó con la ley que impuso la protección en 1928. Pues bien, Ortega y Gasset, que sin duda era un sabio, escribió un artículo indignado diciendo que el peto acababa con la grandeza de la fiesta. Así de acostumbrados estábamos entonces a la crueldad (un afán matarife que luego estallaría en la Guerra Civil). Si hoy sucediera algo así en una plaza, los espectadores en pleno vomitarían y se desmayarían. Así que hemos avanzado algo. Pero no lo suficiente. Yo no abogo por la prohibición de las corridas: creo que eso puede proporcionarles oxígeno, cuando sin duda están agonizando. La llamada fiesta de los toros es un residuo del pasado, algo tan abiertamente brutal que no tiene espacio en nuestra sociedad. Y no sólo por el evidente tormento de los animales, sino también por las espantosas cogidas: el cornalón de Rivera, que le atravesó el vientre; el pitón que ha empalado la cara de Fortes, alcanzando su cráneo. ¿Pero alguien en su sano juicio puede defender hoy día semejante salvajada? ¿Que el toreo es tradición? Lo mismo que los juegos de gladiadores, que el derecho de pernada o que la esclavitud. Si hubiéramos respetado las tradiciones, seguiríamos viviendo en las cavernas.
Sin embargo, sí creo que hay que prohibir inmediatamente todas esas algaradas populares en las que, sin ninguna regulación ni preparación, se cometen verdaderas brutalidades. Y el buque insignia de la tortura a los animales en este país, el sadismo más redondo y abyecto, es el Toro de la Vega de Tordesillas. A mi padre, que amaba a los animales (somos así de paradójicos), era un evento que le repugnaba. Le parecía cobarde y atroz, y sé que muchos taurinos opinan así. Cuando reanudaron la matanza tras la prohibición en el franquismo, los organizadores del Toro de la Vega explicaban con asquerosa satisfacción que la cosa comenzó cuando el hijo de una aristócrata falleció corneado; la madre dispuso que, como venganza, cada año se matara a un toro de la manera más dolorosa posible. Naturalmente, ahora llevan muchos años sin volver a repetir el origen de su tradición, una historia que deja bien a las claras lo que son: torturadores. El próximo 15 de septiembre, Rompesuelas será perseguido por una horda de energúmenos a caballo y a pie que, con cuchillas atadas a una vara, le tajarán y pincharán donde puedan, la cara, la tripa, los ojos, en un lentísimo martirio hasta la muerte. Es un tormento al que llevan a los niños. Una escuela de futuros verdugos. Si crees que esta monstruosidad es inadmisible en el siglo XXI, por favor, acude a la manifestación de PACMA contra el Toro de la Vega. Es el sábado 12, a las cinco de la tarde, en la Puerta del Sol de Madrid. El año pasado fuimos 45.000. Que oigan nuestra ira y nuestro dolor. El futuro, la civilidad y la compasión están de nuestra parte. Venceremos.

Venceremos (Rosa Montero) 
El País, 6 de septiembre de 2015
Paco Catalán

No hay comentarios:

Publicar un comentario