lunes, 7 de septiembre de 2015

Al fin

Pocas situaciones cotidianas son más incómodas que viajar en un ascensor con personas de las que sólo sabes a qué piso van. Hoy éramos cuatro e íbamos realmente comprimidos. El silencio era espeso. El viajero más alto ha decidido mirar al techo. Los dos más bajitos, al suelo. Yo, de estatura intermedia, he abierto mis llaves en abanico y he recorrido con los ojos sus perfiles dentados. Las he mirado con el mismo interés desmedido que pone uno cuando tiene la suerte de encontrar publicidad en el buzón y se parapeta tras la oferta de detergentes. 
Excepto los saludos exigidos por la buena educación, nadie ha pronunciado una sola palabra.  Al parecer, a todos nos ha dado pereza hablar del tiempo. Afortunadamente he sido la primera en bajar, en sentir el bálsamo de la huida. Los otros tres han continuado su ascenso, un poco más anchos en el reducido espacio, un poco más aliviados, con un poco menos de terror a rozarse, con igual ansia de ver la puerta abierta. Al fin.

C.M.SB.




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