Como cada tarde, el niño raro contempló cómo bajaba la marea. Ante sus ojos, de una forma casi imperceptible, el mar se alejaba de la orilla y dejaba tras de sí su fondo marino, esa arena empapada sobre cuya superficie quedaba un rastro de conchas y de algas varadas, de surcos ondulantes a través de los cuales se podía adivinar la dirección que habían seguido las olas. Al niño le gustaba hundir los pies en esa humedad cálida y acogedora, seguir el camino que antes había habitado el mar, andar para ir a su encuentro. Y, una vez alcanzada el agua, dejarse flotar como una barca a la deriva, los ojos cerrados al sol, abandonado todo su cuerpo a ese mar que seguía ensimismándose, replegándose en esa timidez en la que al niño le gustaba navegar en cada atardecer.
C.M.SB.
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