El cuerpo de Nélida permanecía rígido mientras sus dedos manipulaban las diminutas piezas que viajaban a través de la cadena de montaje. La jornada era larga y tediosa.
Cuando al fin llegaba la tarde y el momento de regresar a casa, Nélida subía a la azotea del viejo edificio en el que vivía. Allí, entre sábanas y manteles tendidos, bailaba con los pasos que aprendió de niña, allá, en su isla. Excepto sus manos- que quedaban quietas, como dos pájaros dormidos-, su cuerpo entero se balanceaba al son de una música que sólo ella podía oír.
Poco a poco, la ciudad desaparecía con la caída del sol. Se borraba la línea de edificios y fábricas; se acallaba la voz del tráfico, y el aire, fresco a esas horas, traía un aroma que Nélida transformaba en olor a mar.
C.M.SB.
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