Arístides
Monzón adivinó la llegada de su nieto mucho antes de verle aparecer en su
puerta. El anciano entretenía la espera tallando uno de sus silbatos, aquel que
imitaba el trino de los pájaros. Cuando lo hubo terminado, levantó los ojos y
ahí estaba.
Se
saludaron con la sencillez propia del valle y ambos se sentaron a la mesa para
comer y mirarse a gusto. Después, mientras su nieto soñaba, Arístides deshizo
su equipaje. Dejó la ropa a un lado y los libros a otro. Con dedos cautelosos
cogió uno y se dispuso a esperar. Cristóbal dormía como cuando era niño, aunque
un ronquido nuevo y desconocido se escapaba ahora entre sus labios. Cuando al
fin despertó, el anciano le tendió el libro.
Aquella
misma tarde, mientras el sol cambiaba los colores del valle, Arístides aprendió
la forma y la cadencia de las vocales. Luego, a lo largo de muchos otros días,
descubrió con asombro cómo las consonantes las abrazaban y, juntas, se
inventaban historias.
Antes
de regresar a la ciudad, Cristóbal prometió a su abuelo que pronto le llevaría
a conocer la biblioteca, el verdadero palacio de las letras. Como única
respuesta, Arístides depositó el silbato en las manos de su nieto.
El
anciano entró en la cabaña y eligió uno de los libros que le acompañarían en la
nueva espera. Por la ventana abierta, procedente del camino, entraba el lejano
trino de los pájaros, el eco de una promesa.
C.M.SB.
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