El niño raro buscó en lo más recóndito de sí mismo. Tomó aire y braceó hasta adentrarse en sus aguas más profundas, en aquellas aguas solitarias y silenciosas en las que rara vez entraba la luz. Jamás se había sentido tan pequeño y tan solo. ¿No sería mejor regresar a la superficie para buscar un lugar seguro? El niño dudó. Una, dos, mil veces. Sin embargo, los latidos de su corazón, fuertes, aislados, dolorosos, le impulsaban a continuar un poco más. Y así, brazada a brazada, duda a duda, llegó hasta el fondo de su propio mar. Fue entonces cuando estiró las manos para tocar el suelo marino, esa arena en la que estaban enterradas conchas y estrellas, hundidos restos de naufragios y batallas, y donde yacía, en un silencio dormido, el cofre de un tesoro. El niño acarició su tapa. Sobre ella, escrito con letras oxidadas, le aguardaba su nombre desde siempre.
C.M.SB.
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