Ismael, sastre por vocación, dominaba la aguja y amaba las palabras. Cada patrón y pespunte, cada puntada y remate, despertaba en él una nueva historia. Y, así, conforme se armaba el traje, a medida que la aguja entraba y salía de la tela, se construían los personajes y la trama. Un día, fue llamado a la casa principal de la ciudad, aquella que lucía las más altas torres. Clarisa, la más joven de aquella morada, le encargó el vestido más laborioso que nunca tuvo que enfrentar nuestro sastre. Fueron muchas las horas para tomar las medidas exactas, para ajustar y rectificar los más insignificantes bordados y pliegues, para coser la larga botonadura. Ismael se recreaba en su doble tarea. Los hilos se aliaban con las palabras y, poco a poco, iba creciendo una historia que parecía no tener fin. El vestido quedó terminado y Clarisa se lo probó frente al espejo. Sobre su hombro asomaba la mirada expectante de Ismael. Los ojos de ambos se cruzaron un momento. Fue entonces cuando supieron que juntos buscarían un final para una historia que acababa de comenzar.
C.M.SB.
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