Paseas en la tarde. Pronto va a oscurecer. Sobre el parque se descuelgan las ventanas iluminadas de unos pocos edificios. Algunas están abiertas y por ellas se escapan voces, pequeños fragmentos de las vidas que hay más allá de los cristales. Te adentras bajo los árboles y te llega el sonido de una persiana que baja. Ese ruido te hace pensar en el interior de una casa, en esa mano que agarra la cinta y tira de ella con energía, en ese deseo de aislamiento. Quien baja la persiana decide no ver cómo la tarde se diluye en la noche, ni oler la lluvia que se acerca. Decide también no contemplar las sombras susurrantes de los árboles, tampoco las siluetas de los que, como tú, pasean sin prisa mientras el verano se acaba. Quizás cierra la persiana como quien silencia el tic tac de un reloj, como quien se encierra en su refugio para escuchar solo su propio latido.
C.M.SB.
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