Habla, cuenta su vida: la casa, su marido, los hijos, el perro, el jardín. Escuchas y, de vez en cuando, sueltas un monosílabo o asientes con la cabeza o simplemente la miras para confirmar que sigues ahí, atenta. Y ella continúa contando. La comida toca a su fin, ya está el café sobre la mesa. Ambas dais vueltas a la cucharilla, por primera vez en silencio. Es entonces cuando ella te pregunta cómo te va a ti. Observas sus ojos. No terminan de mirarte. Revolotean. Aunque intuyes que tu respuesta no llegará a producirse, despegas los labios por inercia, por costumbre, por cortesía. Ese mínimo movimiento, esa primera sílaba que aún no ha llegado a esbozarse, la mera posibilidad de un cambio de rumbo, es suficiente para que ella se levante y te deje con la boca ligeramente abierta. Ves entonces que se ha sentado en el otro extremo de la mesa, al lado de otro comensal. Y de nuevo, de manera más lejana, la oyes contar su vida: la casa, su marido, los hijos, el perro, el jardín. Sonríes para tus adentros y, muda, saboreas el café.
C.M.SB.
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