Al terminar la jornada laboral, su ánimo se amoldaba nuevamente a la indolencia, a esa sensación placentera de ser dueño de las horas, al sabor dulce de la libertad. Tanto era así que, cada mañana, el despertador siempre le pillaba por sorpresa. Sí, con cada amanecer, con auténtico pasmo, debía recordarse a sí mismo que su verdadera naturaleza no casaba en absoluto ni con la realidad ni con el orden de los días.
C.M.SB.
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¡Que bueno!¡que …alto!
ResponderEliminar¡Gracias por tu entusiasmo! Un abrazo.
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