jueves, 12 de octubre de 2023

Ese hombre: Premio Concurso Internacional Ars Creatio "Una imagen en mil palabras" (foto 1)


Observas a ese hombre: su postura, su pelo apelmazado, sus ojos incrustados bajo los pliegues de la piel morena, bajo esas cejas oscuras y muy pobladas. Contemplas también el entorno: las fachadas de tonos alegres y vivos, el suelo del color del barro, la piedra sobre la que está encaramado, esa piedra agrietada, manchada de polvo, precaria señal en el camino. Te preguntas qué significan esos números y cuál es el origen de ese nombre: Jhansi, un nombre que te lleva a lugares exóticos, a un mundo lejano y desconocido para ti.

Hay algo de incongruencia entre las aberturas de las sandalias y el abrigo férreo de esa tela que le tapa. También la hay en la postura aparentemente tan incómoda. Es evidente que el hombre espera, que aguarda a que algo o alguien aparezca en su horizonte y la intuición te dice que asume la demora, la tardanza. Adivinas su paciencia, la costumbre de mirar sin prisas lo que hay más allá, la de contar con lo imprevisible, con lo incierto, con la posibilidad de que sus deseos no lleguen a cumplirse.

Mientras escribes, mientras las palabras se van dibujando en la pantalla, te preguntas por qué no se ha sentado en el escalón que hay justamente a su espalda, por qué se obstina en mantener el equilibrio. Y, de pronto, piensas que ha elegido subirse a la piedra porque desde ahí ha tomado distancia, se ha alejado del suelo, ha construido su castillo, su atalaya, su torre vigía. Quizás desde esa altura se siente más seguro, más a salvo.

Observas a ese hombre, miras con toda tu atención cada uno de sus rasgos y, poco a poco, ese desconocido se va acercando a ti. Le miras y empiezas a sentir que cada vez es más transparente, que puedes ver a través de esos ojos que no ves. Y, sin saber cómo, ese adulto se hace niño en tu retina. Imaginas entonces una casa pequeña, una ventana diminuta por la que se cuela un paisaje de tierra roja y de árboles polvorientos y aislados. Ves al niño asomado al ventanuco, con el ceño fruncido, con los ojos ocultos bajo unas cejas ya muy pobladas. Sientes los latidos de su pecho, los anhelos de un corazón todavía muy joven y tierno. Alrededor de esa casa se oyen voces de otros niños y el canto de algún pájaro. También hay huellas de pies desnudos y se presiente la respiración de unos pocos animales que olisquean la tierra en busca de alimento. Sí, ves todo eso, como ves la presencia de la madre, con el vientre hinchado, con la espalda ligeramente curvada, con unos ojos muy parecidos a los del niño. Sin embargo, sus miradas son diferentes. En la de la madre no quedan rastros de esperanza.

Sigues los pasos del niño, las marcas de unas sandalias en la arena. La casa de la infancia ha quedado atrás, igual que las voces de los hermanos, igual que la sombra de la madre y de los árboles. El niño ya es un joven fuerte. Ha aprendido a caminar solo, a cargar con una sola vida, a sentirse un poco más ligero, algo más liviano. Sigues sus pasos, los sigues tan de cerca como le ha seguido el tiempo, perezoso y a la vez implacable. Los años y los días le han conducido a esa piedra, a esa espera que parece no tener fin, a ese momento exacto y preciso en el que el fotógrafo ha disparado y le ha atrapado para siempre.

Mientras las líneas se suceden, mientras el texto crece, comprendes sin dificultad alguna por qué el portador de la cámara se sintió atraído por esa figura inmóvil, por ese hombre acuclillado, instalado en la piedra, amparado por el cobijo de esa tela que comparte el color de la tierra arcillosa. Y por momentos envidias a quien tomó la imagen, a quien pudo ver qué había más allá de los márgenes de la fotografía, a quien es probable que conociera los motivos de esa espera que se avecina larga.

Observas a ese hombre y te empeñas en reconstruir todos los capítulos que te faltan. Cuánto te gustaría ver más allá de lo que la imagen muestra, entrar en los pensamientos del hombre y navegar en un mar que intuyes profundo, en un pasado rico en experiencias y en desdichas, en un futuro que todavía no existe, pero que está en algún lugar, esperando con la misma paciencia con la que el hombre aguarda. Sí, te gustaría descorrer las cortinas, quitar las capas, abrir el cofre para conocer el misterio.

Cada vez miras con más atención. Intentas desentrañar la historia que hay encerrada en la fotografía, en ese instante concreto e irrepetible, en esa realidad única y capturada por el objetivo. Una y otra vez, inconscientemente, vuelves a la primera idea, a la que te ha surgido al primer golpe de vista, al primer contacto con esa vida desconocida y que sin embargo ya has hecho tuya. Sí, vuelves a la visión de un pájaro, un pájaro encaramado a la rama de un árbol fuerte y de raíces clavadas en la tierra rojiza. Ves sus patitas agarradas a la madera, las alas cerradas y plácidas, los párpados muy abiertos, los ojos puestos en un horizonte muy grande e impreciso, la respiración tranquila de quien se siente más allá del mundo que discurre a sus pies, la seguridad del nido que queda ahí al lado, a la mínima distancia de un salto.

Observas al hombre y le imaginas pájaro. Le ves erguido, destapándose, dejando libre su cuerpo, lanzando la tela al aire, arrancándose de dos puntapiés las sandalias para, acto seguido, dejarlas caer sobre el polvo de la calle. Imaginas unos ojos abiertos, la mirada impaciente por primera vez, el deseo de ir al encuentro de lo que esperaba. Sí, le imaginas pájaro. Ves sus alas desplegadas, temblorosas, inexpertas. Y contemplas la piedra, despojada del hombre. Él ya vuela entre las nubes de Jhansi.

C.M.SB.

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