Paseas en la mañana de noviembre y entras en la librería con el único afán de buscar posibilidades entre las páginas. Al salir, haces una lista mental de los libros que te gustaría leer. Y, mientras, observas. Te fijas en esas tres personas que toman chocolate en una terraza. Están en silencio, como si lo único que les apeteciese compartir fuera el roce del sol en la cara, el sabor dulce, el calor que desprende la taza. Tal vez esas sensaciones les unen más en ese instante que las palabras que callan. Ves al hombre inmigrante parado en la esquina. Su mirada y sus dedos se apoyan en la pantalla de un móvil. Quizás busca un mensaje llegado de lejos, de su país, de ese otro lado. Es posible que esté tratando de encontrar un lugar seguro, una tabla a la que agarrarse, un contacto que le haga sentir menos solo, menos náufrago. Más allá ves a un señor que camina de forma extraña, a pasitos muy cortos, como si tanteara con los pies el asfalto, como si ante cada pisada se abriera la amenaza de una caída, de un tropezón. Tus ojos saltan de una persona a otra. Y eligen a otro hombre. Este es joven y alto. Viste de traje. Habla por teléfono y, mientras lo hace, camina de un lado a otro de la acera. Jurarías que no ve nada, que no oye el ruido de la calle, que no se da cuenta de que le miras. Está concentrado en la conversación. Hay prisa en sus manos, en sus zapatos. Sigues tu camino, apurando ese rato de descanso, ese paréntesis abierto en la mañana de noviembre. En tu cabeza bullen todas las posibilidades descubiertas en la librería, todos los fragmentos de vida, todas esas historias desconocidas, todas las palabras que decides escribir. Miras al frente y sorprendes tu silueta reflejada en un escaparate. Y, mientras te aproximas a la luna de cristal, observas tu manera de caminar, tu gesto concentrado, esa cara de quien está y no está, esa vida imposible también de descifrar.
C.M.SB.
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