sábado, 11 de agosto de 2018

Puntillas

Recuerdo que la tienda estaba situada en un callejón estrecho y corto del centro de la ciudad. La atendía una mujer sin edad, de piel muy clara, voz suave y gesto eternamente amable. Allí se vendía ropa para bebés y reinaban tres colores: azul, rosa y blanco. Todo era de una delicadeza absoluta,  cada prenda estaba rematada por una puntilla o por un lazo diminuto y perfecto. Los trajecitos y patucos estaban envueltos en papel muy fino, guardados en el interior de cajas apiladas por todas partes. El local era insuficiente y a cada rato se tropezaba uno con un encaje o un babero. Recuerdo que la mujer jamás perdía la sonrisa y que a mí, muy pequeña por entonces, me parecía un hada buena. Creo que alguna vez se me pasó por la cabeza que, tras el mostrador, en algún cajón, mezclada con alfileres y chupetes,  guardaba una varita mágica con la que hubiera podido cumplir mis deseos. 
Hace unos días volví a ver a esa mujer. La encontré más encogida, un poco más agachada. Caminaba apoyada en un bastón, sola. Su piel seguía pálida y su ropa combinaba los colores que reinaron en su tienda. La observé desde la distancia: la misma sonrisa. Y su pelo claro, esponjoso, como el de un hada, como si el tiempo lo hubiera convertido en puntilla blanca.

C.M.SB.

¿?

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