lunes, 9 de julio de 2018

La firma

Debes firmar un documento y vas al despacho del notario. Te sientas a su lado y compruebas que tiene la cara que corresponde a su oficio. Observas los puños impecables de la camisa, la corbata pulcramente planchada, las gafas de moldura oscura, el pelo a raya. El documento en cuestión consta de varios folios y, como es lógico, se procede a su lectura. 
La  voz  del notario cambia  de  intensidad, sube y baja como la marea. Por un momento, sientes que el despacho entero sufre el vaivén propio del camarote de un barco. Lee muy deprisa la terminología incomprensible de los legajos. Lee tan rápido que se come algunas sílabas. La lengua se le enreda y algunos términos se atropellan.  De vez en cuando, se detiene y busca tu asentimiento. Tú afirmas con la cabeza, aparentas que de verdad comprendes algo. Él te mira con ese gesto repetido a lo largo de los años y finge que no se da cuenta de que tú no entiendes ni una palabra. Mientras avanza en la lectura, tus ojos observan la sala. Tiene ese aire impersonal y neutro de las oficinas. La luz es cálida, eso sí. 
Empiezas a encontrar tan absurda la situación, que tienes que hacer verdaderos esfuerzos por contener una carcajada. El notario te mira con un ligero sobresalto. Sin una palabra, te ofrece un bolígrafo y tú, forzando los músculos, pones la cara adecuada a las circunstancias. Después, con celeridad, firmas. 

C.M.SB.

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