lunes, 28 de mayo de 2018

El palacio de las letras


Arístides Monzón adivinó la llegada de su nieto mucho antes de verle aparecer en su puerta. El anciano entretenía la espera tallando uno de sus silbatos, aquel que imitaba el trino de los pájaros. Cuando lo hubo terminado, levantó los ojos y ahí estaba.
Se saludaron con la sencillez propia del valle y ambos se sentaron a la mesa para comer y mirarse a gusto. Después, mientras su nieto soñaba, Arístides deshizo su equipaje. Dejó la ropa a un lado y los libros a otro. Con dedos cautelosos cogió uno y se dispuso a esperar. Cristóbal dormía como cuando era niño, aunque un ronquido nuevo y desconocido se escapaba ahora entre sus labios. Cuando al fin despertó, el anciano le tendió el libro.
Aquella misma tarde, mientras el sol cambiaba los colores del valle, Arístides aprendió la forma y la cadencia de las vocales. Luego, a lo largo de muchos otros días, descubrió con asombro cómo las consonantes las abrazaban y, juntas, se inventaban historias.
Antes de regresar a la ciudad, Cristóbal prometió a su abuelo que pronto le llevaría a conocer la biblioteca, el verdadero palacio de las letras. Como única respuesta, Arístides depositó el silbato en las manos de su nieto.
El anciano entró en la cabaña y eligió uno de los libros que le acompañarían en la nueva espera. Por la ventana abierta, procedente del camino, entraba el lejano trino de los pájaros, el eco de una promesa.


C.M.SB.

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