C.M.SB.
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C.M.SB.
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El caracol intuyó que, en algún lugar de su interior, se escondía un tesoro. Así que, armado de toda su paciencia y lentitud, trazó espirales con su cuerpo hasta adentrarse en lo más profundo de sí mismo. Nunca se supo si llegó a encontrarlo, pero lo cierto es que sus cuernos jamás volvieron a buscar el sol. Cuentan que, durante largo tiempo, su caracola quedó oculta bajo una hierba alta y siempre fresca. Cuentan que quien se topaba con ella y la acercaba a su oído, escuchaba una vocecita lejana que, con la mayor calma, narraba las más bellas historias.
C.M.SB.
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Los gorriones son los niños del aire, la chiquillería de los arrabales, plazas y plazuelas del espacio. Son el pueblo pobre, la masa trabajadora que ha de resolver a diario de un modo heroico el problema de la existencia. Su lucha por existir en la luz, por llenar de píos y revuelos el silencio torvo del mundo, es una lucha alegre, decidida, irrenunciable. Ellos llegan, por conquistar la migaja de pan necesaria, a lugares donde ningún otro pájaro llega. Se les ve en los rincones más apartados. Se les oye en todas partes. Corren todos los riesgos y peligros con la gracia y la seguridad que su infancia perpetua les ha dado.
El gorrión y el prisionero
(Miguel Hernández)
Fotografía: C.M.SB. |
Lees una noticia publicada hace pocos días. Casi doscientas cartas de amor, escritas durante la Segunda Guerra Mundial, aparecieron recientemente en un vertedero. Por una serie de casualidades, fueron encontradas por Cécile Filippi, trabajadora en una oficina de estudios medioambientales. Las misivas fueron escritas por Pierre y la destinataria era Aimée, su prometida. Ahora, gracias al poder de las redes sociales, esas cartas han sido recuperadas por la hija de ambos. Claudine, que así se llama, las está leyendo con sus hijos y nietos. Esta historia, que bien podría ser el argumento de una novela o de una película, te anima a reivindicar nuevamente el valor de los sentimientos escritos sobre el papel. También te invita a pedir a los que te quieren que te manden una carta de vez en cuando. Pocas cosas te resultan tan placenteras como abrir el buzón y hallar en su interior un mensaje escrito solo para ti. Qué agradable resulta el pensamiento de que esos papeles puedan caer algún día, cuando tú ya no estés, en las manos de un desconocido que quizás los leerá con la misma emoción con la que Filippi ha revivido el amor que Pierre sintió por su pequeña Aimée.
C.M.SB.
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Fotografía: Bastiaan Woudt |
Paseas a primera hora de la mañana. Sola. Parece que nadie más ha madrugado hoy. Observas las persianas echadas e intuyes los rostros dormidos, esas vidas en pausa. Mientras, el día sigue su curso, ajeno a lo que esperamos de él. Gorriones y palomas vuelan con absoluto desparpajo, como si el mundo fuera enteramente suyo. Las hojas caídas, mojadas por la lluvia de ayer, se pegan al suelo, agarrándose con empeño al paisaje de la ciudad. Contemplas las ramas de los árboles. Son manos de muchos dedos, dedos retorcidos y esbeltos. Da la sensación de que se hunden en el cielo gris. Como si quisieran abrirlo para desentrañar todos los misterios que hay más allá, en esa realidad que se esconde siempre ante nuestra mirada.
C.M.SB.
Fotografía: C.M.SB. |
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Te refugias en el coche. Las gotas de lluvia se deslizan sobre los cristales y rebotan sobre la chapa azul. Apagas la radio porque te basta con el sonido del agua, con el ruido amortiguado de la vida que continúa más allá de las ventanillas mojadas. Poco a poco te adentras en la lectura y, sin ninguna dificultad, te dejas llevar por las palabras. Lees sobre temas muy diferentes y descubres que todos te interesan. Te da la sensación de que la lluvia refresca tu curiosidad, que aviva las ganas de buscar, de llevar a cabo todos esos proyectos que te bullen en la cabeza. De pronto, todo parece nuevo y posible, como si te bastara estirar la mano para alcanzar lo que más deseas.
C.M.SB.
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Hay versos en el viento
y nombres que son y fueron.
Hay trinos y voces de otro tiempo,
cantos, promesas y vuelos.
Hay suspiros y pasos lentos,
susurros y besos.
Hay versos en el viento,
dos, mil, cientos.
C.M.SB.
Fotografía: Victor Hanacek |
¿Sabes? En el mismo instante que se cerró la puerta detrás de mí, olvidé la calle con sus hojas caídas, sus coches y los carros de los artesanos, olvidé la rémora que me hacía gravitar hacia la disciplina y la obediencia del hogar, olvidé todas las vacilaciones y temores, olvidé la discreción, olvidé todas las realidades íntimas de esta vida. En un momento me convertí en un niño maravillado y feliz en otro mundo. Era un mundo de distinta calidad, con una luz más cálida, más penetrante y suave, con una atmósfera clara y venturosa y unas bandadas de nubes bañadas por el sol que surcaban el azul del cielo. Y ante mí se extendía esta larga y ancha vereda, tentándome, con macizos carentes de malas hierbas a ambos lados, rebosantes de flores crecidas libremente.
(H.G. Wells)
A de alarma.
B de búsqueda.
C de calma.
D de destino.
E de esperanza.
F de fragilidad.
G de ganas.
H de humor.
I de ilusiones.
J de jirones.
K de kiwi.
L de lectura.
M de miel.
N de no.
Ñ de ñam, ñam.
O de ojalá.
P de preguntas.
Q de queso (curado).
R de reposo.
S de silencio.
T de tiempo.
U de utopía.
V de vino (mejor si es rosado).
W de whisky (solo y con mucho hielo, por favor).
X (para marcar la casilla correspondiente).
Y de yogur.
Z de zozobra.
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Antes de morir, el farero entregó una caracola al niño raro y, con palabras que sólo él pudo oír, le contó el secreto que contenía. Poco tiempo después, el faro se cerró para siempre. En su interior, quedaron guardados aquellos atardeceres en los que los dos habían contemplado el oleaje en silencio. Una noche, el aliento de la caracola sacó al niño raro de sus sueños. Escuchó su voz profunda y, como si obedeciera una orden, se vistió y salió de la casa con sigilo. El mar le saludó con un rugido de olas. Jamás las había visto tan altas ni tan hermosas. El niño trepó hasta una roca y se dejó empapar por los rizos de sal. Entonces cerró los ojos un segundo y, cuando los volvió a abrir, vio encendida la luz del faro. El niño sonrió y se sentó sobre las rocas. Y allí permaneció hasta que las olas, cansadas, recobraron la mansedumbre de un mar en calma. Con el último guiño del faro, el niño regresó a casa. Todavía estaban húmedos sus cabellos. Antes de dormir, acercó la caracola a su oído. Su silencio le cogió de la mano y le llevó hasta el umbral de los sueños. Bajo sus párpados, aún brillaban dos estrellas, dos pequeñas ráfagas que alumbraban el azul de sus ojos, tan parecido al azul del mar.
C.M.SB.
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Lees por aquí y por allá. Y, en algún sitio, lees que las flores mejoran el humor, que los libros son hijos de los árboles, que la utopía es inalcanzable y sin embargo necesaria, que la muerte no debe despertar nuestro miedo pues es un capítulo más de la vida, que se desconoce en qué lugar exacto está instalada la memoria. Lees también la historia de una mujer madura, sus avatares, sus caídas y renacimientos. Lees sobre sus sueños, que son jóvenes y están cargados de ilusiones. Lees sus ganas de seguir luchando, su esperanza en el futuro, su espíritu aventurero. Lees en su rostro impreso en papel y descubres que, al mirarlo, mejora tu humor. Como si su piel fuera un campo de flores.
C.M.SB.
En la imagen: Gloria Lijó |
El ritual de las limpiezas de verano te permite recorrer la casa y reencontrarte con los objetos que te acompañan y definen. Cada fotografía o postal te traslada a un momento que pasó, a un lugar que recorriste, a una historia que se escribió en tu vida y en la vida de los que aún están contigo o de los que ya se marcharon. Cada libro, cada título te recuerda qué literatura te emociona y cuál rechazas. Cada figura, jarrón o cuadro te invita a rememorar aquel viaje que hiciste o las manos de aquellos que te hicieron un regalo en tal o cual fecha. Cada cajón o armario te pone ante los ojos mil trastos y vestidos que has olvidado a fuerza de no usarlos y que, inevitablemente, volverás a olvidar. Sí, el ritual de las limpiezas de verano te sirve para explorar la memoria, para desempañar el espejo y ver la que eres hoy y la que, en otro tiempo, fuiste.
C.M.SB.
Laurent Chéhère |
Un pasillo de hospital. Puertas abiertas al dolor, a la espera. Tiempo que se detiene y no corre. Miradas que se cruzan por encima de las mascarillas. Uniformes blancos y verdes. Móviles que conectan la vida detenida con la que continúa más allá de esas paredes. Olor a medicamentos, a comida, a encierro, a esperanza o a desánimo. Personas desconocidas que, de pronto, se hacen familiares. Brazos débiles que se apoyan en otros más fuertes. Pasos que vienen y van. Máquinas expendedoras. Lecturas intermitentes y descentradas. Un pasillo de la sexta planta. Al fondo, un enorme ventanal. Cerrado. Hermético. Al otro lado del cristal, bajo un tejadillo, un nido de golondrinas. Las dos aguardan el momento propicio para volar. La ciudad se extiende allá abajo. Y el cielo, claro y soleado, anhela el trazo de sus alas. Tú también quisieras verlas planear, libres. Seguir su vuelo con la mirada y soñar, por un momento, que la ventana se ha abierto para dejar entrar el aire fresco de la mañana.
C.M.SB.
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Toda biblioteca es un viaje; todo libro es un pasaporte sin caducidad.
El infinito en un junco
(Irene Vallejo)